Bájate al bar

Celia Castellano Aguilera
4 min readNov 21, 2020

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Plaza del Barco del barrio de Santa Eugènia, Girona, con cinco locales cerrados. / Carles Palacio

Me explicaba hace poco Paco, el dueño del bar Sant Narcís, un bar que ha hecho treinta mil kilos de bravas en veinte años, que al comienzo de las restricciones hicieron cuatro o cinco cafés al día y luego cerraron, ya que nadie se acercaba, pese a ser la institución más importante del barrio. Y lo decía de buen rollo, sin decepciones. Porque tú no vas a un bar para eso. No te cargas así las reglas, los inexorables códigos por los que se rigen los bares.

Tú vas al bar Cueva de Cerdanyola del Vallès a que el Fran, exboxeador con una mala hostia que nunca usa contigo, te ponga con el quinto una tapita de pollo rebozado, si es que esa tarde has tenido la suerte de pillar mesa. Y si no es el caso, te resignas y te apoyas con tus amigos en los coches de Fontetes a esperar que os llegue ese privilegio.

Vas al Alaska y te sientas ceremoniosa en la terraza, junto a la estufa, una hora antes de entrar al Punt, el mejor cine del mundo, mientras el camarero se acerca cantándote “me estoy quitando, solamente me pongo de vez en cuando”, mítica del Robe, y luego te pregunta: “¿lo de siempre, niña?”.

Te pasas por Can Paco del barrio de Sant Narcís, Girona, y pides una de “bravas de Paco”, entre jugadores de cartas, esperando que ningún hooligan se presente, porque también es la peña del Barça aunque se te olvide. Y das la dirección del bar de debajo de tu casa para que te envíen allí un paquete, porque sabes que María, que así es como la llama todo el barrio aunque es china y nadie sabe su nombre chino, te lo guarda mientras estás trabajando.

Pero no te vas al bar dos minutos a por un café en vaso de cartón, ni esperas que un local de seis mesas, que puede que ni tenga cocina, que si mantiene un trabajador aparte del hermano del dueño es un milagro, te haga un “take away”. Quizás ni siquiera se te pase por la cabeza pedir comida para llevar.

Porque cuando no puedes entrar, los bares dejan de existir.

Son las relaciones las que le dan sentido al bar. La interacción, las formas de estar. Ahí comienza todo. El bar el lugar donde te fascinas con una mirada y al que vuelves con devoción a recrearte. Al bar vas a negociar el tratado de paz tras una discusión con alguien que te importa, y de él sales con calculado aplomo cuando todo se ha acabado. Es el sitio donde escuchas las conversaciones de otros sin querer queriendo, y en el que algunos escribimos desde las entrañas, sin volver atrás. En el ruido de la cafetera, los saludos sin dobleces, la tele que nadie mira, y ese olor a café, el de bar, nos ausentamos.

En tu bar de confianza el camarero casi siempre sabe lo que quieres y te lo trae sin preguntar, porque eres tú. Y, si pensabas cambiar, reaccionas cuando ya estás diciéndole “coño, hoy iba a pedir… tranqui, me como las tostadas”, si es que no las aceptas agradecida, sin apuntes.

En el bar quedas para desayunar temprano, que es el mejor momento para estar con alguien, cuando el día aún no carga, las horas son tuyas y cualquier cosa es posible.

Al bar vas cada tarde, aunque no te hayas bebido una cerveza entera en tu vida, y te importe bien poco el fútbol televisado, porque tus colegas te tocan al timbre y te dicen “¡bájate!”. Y, claro, tú no puedes negarte a esa súplica, preludio a dos horas de risas, absoluciones mutuas y conversaciones con los espontáneos del garito.

Además, el bar también es el sitio en el que mejor captas a los imbéciles, esa gente que necesita ejercer su exigua cuota de poder con el camarero, diciendo bien alto frases como “esto está crudo, haz el favor de pasarlo por la plancha”, y que te hace pensar: “qué suerte no ser tú”.

Cerrar los bares fue pura responsabilidad pública, pero eso no lo hace menos fastidio, ni impide elogios o morriñas. Es una putada por la cantidad de gente que curra para que tengas ese café con leche en vaso de caña en tu mesa: desde el dueño que siempre está detrás de la barra, y que puede que sea un cabronazo con mucho que callar, pasando por el camarero deslomado y fraternal, hasta llegar al chaval que trae el pan por las mañanas. Pero también lo es porque en los bares pasa casi todo lo que merece la pena. Pasa la vida. Y eso no cabe en un café para llevar.

Nos vemos el lunes en los bares. En aquellos que aún puedan levantar la persiana.

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